La magia del Circo 1
(El circo de Oskar Chon).
Por: Alejandro Aldana Sellschopp.
Mi
niñez transcurrió en un pueblo perdido de la selva chiapaneca.
Estábamos rodeados de la más variada y exuberante vegetación, las
copas de los árboles se entrelazaban con enredaderas formando una
cubierta que impedía el paso de los intensos rayos del sol, ahí
abajo, en la frescura húmeda crecían los cafetos repletos de
cerezos rojos, telas de araña y una calma milenaria donde el tiempo
se detenía para contemplarse en el agua de algún arroyo de aguas
cristalinas. Estábamos rodeados de selva: arbustos, lianas, bejucos,
orquídeas volando sobre la semioscuridad del cafetal. La selva era
un animal omnipresente, su lenta respiración la sentíamos todos en
el viento caliente de la mañana, en la humedad de la tarde, en las
torrenciales lluvias que caían sobre un pueblo durmiendo su edad de
oro. Ahí la caoba, el roble, el cedro rojo, el cacao, las anonas, la
guanábana goteando su interminable miel, los platanales y su
frescura, el palo de Campeche, el mulato, el corcho donde crecen los
gusanos zatz, delicia de exigentes paladares. Estábamos rodeados de
selva. Veíamos ardillas, comadrejas, el sabin, los tlacuaches,
perros de agua, mapaches, sobre las palmeras del parque central
lechuzas blancas construyeron su nido, en los naranjos de los caminos
se posaban los quetzales. En los tulipanes rojos y amarillos de la
escuela primaria revoloteaban los colibríes, que nosotros llamábamos
chupamirtos, si tenías un poco de suerte, de camino al rancho de
algún amigo observábamos un tucán bajo el esplendor del día.
Estamos rodeados de selva. Las lagartijas y los tolocs hacían sus
nidos en nuestros refrigeradores o estufas, las coralillos aparecían
en las bañeras, las ratoneras en los trasteros. La selva caminaba
como un mastodonte prehistórico, se metía a las casas, crecía en
los tejados y tapaba los tubos de agua, se colgaba de los árboles de
toronjas y mandarinas, llovía hasta el panteón anegando las tumbas
para dejar al descubierto algunos cuerpos y huesos de difuntos. La
selva reptaba de noche, robaba las gallinas de los gallineros,
degollaba patos, se comía el maíz y el frijol, se escurría por los
corredores y ventanas, entraba a las habitaciones y lentamente iba
penetrando nuestras bocas y fosas nasales, hacía su nido en nuestros
cuerpos, en nuestros huesos y en nuestra sangre.
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