La magia del Circo III
(El circo de Oskar Chon).
Por: Alejandro Aldana Sellschopp.
El día
en que arribaba el circo al pueblo era extraordinario. En la escuela
primaria las horas pasaban con una lentitud exasperante, las clases
se hacían aburridas y vacías. En el recreo preguntábamos a las
vendedoras de melcochas, que se ponían en una hojita de naranja, si
era cierto que el circo había llegado, ante su respuesta afirmativa
la ansiedad crecía aún más. Las tres horas que seguían al
descanso eran las peores, el sol se empeñaba en carcomer los muros
de adobe de las casas, el río corría con lentitud inaudita, no se
escuchaban ruidos desde las calles, parecía que el pueblo dormía o
estaba poblado por fantasmas cuyo infierno era el silencio. Es la
hora del diablo, nos dijo Panchito Quevedo, uno de mis mejores
amigos de aquellos tiempos, y quién siempre tenía una teoría para
todo, A las doce del día se detiene el mundo, y reina el diablo, es
la hora de los suicidios, remató Panchito, haciéndose el
interesante.
Al
sonar la chicharra nos reuníamos en el campito de la Iglesia:
Panchito Quevedo, El Quijote, que en realidad se llamaba Miguel, pero
que nuestro maestro comenzó a llamar Quijote por su triste figura,
alto, desgarbado y estar siempre en la luna, Joaquín El Gato, que
tenía gran parecido con el felino, sobre todo los ojos claros, como
de miel. Hacíamos planes de cómo ayudaríamos a los hombres del
circo a levantar el graderío, las lonas, las estacas, los tensores,
y demás.
El
circo se instalaba en lo que llamábamos grandilocuentemente el campo
aéreo, que en realidad es una pista revestida de grava donde las
avionetas aterrizaban en su diario trajín en la comercialización
del café, en sus mejores años el tráfico aéreo del pueblo fue tan
nutrido que se llegó afirmar que en los años sesenta fue el tercer
“aeropuerto” de mayor movimiento aéreo de esta república
moribunda, claro que jamás creímos en esas historias, inventadas
por los viejos para tener algo de qué sentirse orgullosos.
Caminamos
por toda la calle del Campo hasta llegar a la pista. En efecto ahí
estaban los hombres del circo en sus trabajos de levantar el
graderío. A principios de los años ochenta, del siglo pasado, a
nuestro pueblo solamente llegaba un circo: el de Edmundo Piler. El
señor Piler era oriundo de nuestro pueblo o de alguno cercano, en
realidad nunca supimos mucho sobre él y la gente que trabajaba en su
espectáculo. Es muy probable que quienes actuaban en la pista eran
su propia familia. Un circo familiar o de familia. El circo era muy
pequeño, pero en aquellos años nos parecía enorme, la galería era
de cuatro pisos, no tenía tubería, ni la carpa superior, por lo que
la parte de arriba quedaba al descubierto, las funciones de la tarde
eran hermosas, veíamos a los trapecistas hacer sus números con el
cielo tornasolado al fondo, y en las noches se veía el cielo
tachonado de miles de estrellas.
No
tener carpa era una invitación para que muchos espectadores sin
dinero y atrevidos subiesen a los árboles cercanos a para observar
desde ahí la función. En muchas ocasiones más de uno cayó de los
árboles, y la función se suspendía, ya que los mismos trabajadores
del circo los auxiliaba, pues las autoridades municipales
responsabilizaba a Edmundo Piler por cada uno de los accidentados.
Ahí veíamos correr al payaso Rabanito, que se decía era médico,
con su botiquín para atender a los caídos.
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