La
magia del circo II
(El
circo de Oskar Chon).
Por:
Alejandro Aldana Sellschopp.
Para: Luz y Emiliano
El
pueblo, con casas de adobe y calles empedradas, puentes techados y
molinos de maíz en cada barrio, con su iglesia y su santo montado a
caballo matando eternamente al mismo moro, se encuentra entre dos
altas montañas, allá abajo esta el caserío, la quietud, el
silencio. Gracias a esa situación geográfica en los años ochenta
del pasado siglo, no se podía ver televisión, faltaban costosas
antenas; sin embargo, los ricos del pueblo, para no sentirse fuera de
la modernidad, tenían sendos televisores que a lo más transmitían
ruido blanco, rayas que bajaban a una velocidad exorbitante, y de vez
en cuando alguna que otra sombra se dibujaba se prestaba para mil
elucubraciones por parte de ese remedo de televidentes.
La
gente asistía puntualmente a misa de siete de la mañana, de doce
del día y seis de la tarde, dios era la única diversión, sin
contar claro está las cantinas y el billar. De vez en cuando
aparecía una caravana de húngaros, así llamábamos a los gitanos,
aparcaban en algún terreno baldío, izaban una pequeña carpa de
lona, y salían a recorrer las calles ofreciendo sus servicios como
adivinos y nigromantes. Leían las cartas y la palma de las manos, y
de paso, decían nuestros padres, se robaban a los niños. Por las
tardes exhibían películas en los terrenos donde se habían
instalado, a pesar del miedo que nos provocaban, asistíamos sin
falta a la función de cine, bien bañados y perfumados.
Los
húngaros se iban como llegaban, sin hacer mucho ruido, generalmente
partían al anochecer o en las madrugadas, los adultos decían que
era para que no viéramos a todos los niños y niñas que se robaban.
La
llegada de los gitanos era un acontecimiento especial, nos dejaban
escucharlos cantar y bailar con sus perros amaestrados, adivinaban el
futuro y proyectaban películas en una roída sábana atada con
cables. Sin embargo, la magia no se hacía presente, teníamos que
esperar largos meses hasta que algún compañero de la escuela
primaria nos decía casi en secreto, que finalmente había llegado el
verdadero espectáculo de magia y fantasía: el circo.