martes, 17 de septiembre de 2013

El circo de las gallinas.


HOLA ALEJANDRO TE COMPARTO ALGO QUE ESCRIBI SOBRE EL CIRCO.
El circo de las gallinas

Emilio Gómez Ozuna
Como ya les conté, frente al barrio instalaban los circos que llegaban al tranquilo pueblo del Jovel, algunos muy rimbombantes y caros, montones de animales con filas de camiones, como hormigas en unas noche convertían el campo de fútbol en un paraíso de colores, animales, olores y vendimias de la región.
Los vecinos de los barrios, sin prudencia se instalaba alrededor con sus mesas, se alumbraban con quinqués, sus braceros y fogatas, algunos hasta con sus petates y taburetes cargaban, toda la familia, como feria, los altavoces anunciaban la carne, la moronga, el chorizo y la chanfaina de Cuxtitali, los de San Ramón con sus trastes y adornos de barro, los de Mexicanos sus telas de azul añil para las naguas de las mujeres de Chamula.
No podían faltar los cueteros de Santa Lucia y San Antonio, los juguetes de madera del cerrito de Guadalupe y los confites de colores de la garita, mocas, dulces de duraznos pasa con su cajita de tejamanil, obleas de turrón y rompope de almendras. Algunos coletos “finos” en su carro ofrecían pierna ahumada, butifarra y queso de puerco.
Pan de San Ramón y herrería forjada del cerrillo, los Chamulas con sus elotes y chayote hervido, de Tenejapa cacahuates y guax guinda, de Zinacantán las ciruelas y manzanitas, cervecita dulce del centro, chalupas y empanadas.
Pero un día llego un circo sin techo, del tamaño de una casita, con la carpa como ánimas flotando, un carrito que apenas aguantaba la carga y sonaba como matraca, una bailarina percudida, casi una niña, un payaso que brillaba de sucio y el hombre más fuerte del mundo apixcahuado de tan viejo.
Un borrego, cuatro chuchos y seis gallinas.
Solo la Caguama y sus algodones rosados de azúcar y el taquero Funes se atrevieron a vender, uno que otro niño contratado por el circo ayudaron a instalar.
Un tostón costó la entrada, pocos fuimos a la función, el anuncio de las gallinas, atrapaba la atención.
Resonaron los tambores que tocaba el apixcahuado, al borrego lo toreaba el payaso tan chorreado, a los perros tras el hueso y la niña bailarina, las gallinas en la pista una a una se trepaban, por los lazos empinados a subirse a su costal.
De ese circo si me acuerdo, por que entristecieron mi niñez. 

lunes, 16 de septiembre de 2013

La magia del circo



La magia del circo IV

Por: Alejandro Aldana Sellschopp.

Para: Luz y Emiliano.


El Circo de Edmundo Piler era el único que llegaba al pueblo. Nuestros abuelos contaban que en los años cincuenta, del siglo pasado, había llegado un circo cuyo redondel, la parte del costado, estaba constituido de petates, el nombre del aquel singular circo lo habían olvidado.
Al llegar al campo aéreo quisimos sumarnos a los muchachos de la secundaria que ayudaban a levantar el circo. Edmundo Piler se veía en la necesidad de “contratar” a hombres de las localidades que visitaban para los trabajos de izar el redondel y levantar la galería, entre otros trabajos pesados. Al tratarse de un circo pobre, la única bonificación era un pase de entrada para alguna de las funciones y claro, tener el honor de ser parte del espectáculo, aunque fuese por una horas.
Nosotros, niños de tercer año de primaria, simplemente observábamos, ya que nunca nos dejaban “trabajar”, debíamos conformarnos con juguetear con las sogas, ver a Edmundo Piler dirigir las labores, estar cerca de los artistas: payasos, domadores, alambristas, trapecistas y magos. Ahí los veíamos sin camisa levantando fierros y lazos, acarreando tablas, trayendo aserrín y virutas de las carpinterías del pueblo.
El circo de Edmundo Piler no contaba con zoológico, así llama la gente de circo al lugar donde están los animales, simplemente amarraban a una estaca al cerdo que hablaba, el guajolote que bailaba el jarabe tapatio sobre un comal caliente, tres famélicos perritos amaestrados, dos cabras y un chivo negro.
Cuando teníamos un poco de suerte, los niños, hijos de los hombres y mujeres del circo, accedían a jugar con nosotros, era fantástico verlos hacer marometas, contorciones y saltos mortales con gran facilidad.
Instalar al circo en el campo aéreo tenía sus desventajas, como aquella tarde en que una avioneta, que no pudo aterrizar en uno de los ranchos dedicados al cultivo de café, regresó al pueblo para aterrizar en medio de la función circense. A penas tuvimos tiempo de salir corriendo, los hombres del espectáculo alcanzaron a desatar lazos y correas, salvando la mitad del redondel, la avioneta aterrizó llevándose una parte de la lona sobre el parabrisas. Esa tarde el payaso Rabanito no atendió a nadie, ya que fue él quien salió volando sobre el graderío y requirió que lo trasladarán al hospital del pueblo.
A partir de ese día las funciones se cambiaron de lugar, ahora se utilizaba un terreno a un costado de la pista de aterrizaje. Nunca más un avión interrumpiría la función de circo.

miércoles, 4 de septiembre de 2013


La magia del Circo III
(El circo de Oskar Chon).

Por: Alejandro Aldana Sellschopp.


El día en que arribaba el circo al pueblo era extraordinario. En la escuela primaria las horas pasaban con una lentitud exasperante, las clases se hacían aburridas y vacías. En el recreo preguntábamos a las vendedoras de melcochas, que se ponían en una hojita de naranja, si era cierto que el circo había llegado, ante su respuesta afirmativa la ansiedad crecía aún más. Las tres horas que seguían al descanso eran las peores, el sol se empeñaba en carcomer los muros de adobe de las casas, el río corría con lentitud inaudita, no se escuchaban ruidos desde las calles, parecía que el pueblo dormía o estaba poblado por fantasmas cuyo infierno era el silencio. Es la hora del diablo, nos dijo Panchito Quevedo, uno de mis mejores amigos de aquellos tiempos, y quién siempre tenía una teoría para todo, A las doce del día se detiene el mundo, y reina el diablo, es la hora de los suicidios, remató Panchito, haciéndose el interesante.
Al sonar la chicharra nos reuníamos en el campito de la Iglesia: Panchito Quevedo, El Quijote, que en realidad se llamaba Miguel, pero que nuestro maestro comenzó a llamar Quijote por su triste figura, alto, desgarbado y estar siempre en la luna, Joaquín El Gato, que tenía gran parecido con el felino, sobre todo los ojos claros, como de miel. Hacíamos planes de cómo ayudaríamos a los hombres del circo a levantar el graderío, las lonas, las estacas, los tensores, y demás.
El circo se instalaba en lo que llamábamos grandilocuentemente el campo aéreo, que en realidad es una pista revestida de grava donde las avionetas aterrizaban en su diario trajín en la comercialización del café, en sus mejores años el tráfico aéreo del pueblo fue tan nutrido que se llegó afirmar que en los años sesenta fue el tercer “aeropuerto” de mayor movimiento aéreo de esta república moribunda, claro que jamás creímos en esas historias, inventadas por los viejos para tener algo de qué sentirse orgullosos.
Caminamos por toda la calle del Campo hasta llegar a la pista. En efecto ahí estaban los hombres del circo en sus trabajos de levantar el graderío. A principios de los años ochenta, del siglo pasado, a nuestro pueblo solamente llegaba un circo: el de Edmundo Piler. El señor Piler era oriundo de nuestro pueblo o de alguno cercano, en realidad nunca supimos mucho sobre él y la gente que trabajaba en su espectáculo. Es muy probable que quienes actuaban en la pista eran su propia familia. Un circo familiar o de familia. El circo era muy pequeño, pero en aquellos años nos parecía enorme, la galería era de cuatro pisos, no tenía tubería, ni la carpa superior, por lo que la parte de arriba quedaba al descubierto, las funciones de la tarde eran hermosas, veíamos a los trapecistas hacer sus números con el cielo tornasolado al fondo, y en las noches se veía el cielo tachonado de miles de estrellas.
No tener carpa era una invitación para que muchos espectadores sin dinero y atrevidos subiesen a los árboles cercanos a para observar desde ahí la función. En muchas ocasiones más de uno cayó de los árboles, y la función se suspendía, ya que los mismos trabajadores del circo los auxiliaba, pues las autoridades municipales responsabilizaba a Edmundo Piler por cada uno de los accidentados. Ahí veíamos correr al payaso Rabanito, que se decía era médico, con su botiquín para atender a los caídos.