miércoles, 4 de septiembre de 2013


La magia del Circo III
(El circo de Oskar Chon).

Por: Alejandro Aldana Sellschopp.


El día en que arribaba el circo al pueblo era extraordinario. En la escuela primaria las horas pasaban con una lentitud exasperante, las clases se hacían aburridas y vacías. En el recreo preguntábamos a las vendedoras de melcochas, que se ponían en una hojita de naranja, si era cierto que el circo había llegado, ante su respuesta afirmativa la ansiedad crecía aún más. Las tres horas que seguían al descanso eran las peores, el sol se empeñaba en carcomer los muros de adobe de las casas, el río corría con lentitud inaudita, no se escuchaban ruidos desde las calles, parecía que el pueblo dormía o estaba poblado por fantasmas cuyo infierno era el silencio. Es la hora del diablo, nos dijo Panchito Quevedo, uno de mis mejores amigos de aquellos tiempos, y quién siempre tenía una teoría para todo, A las doce del día se detiene el mundo, y reina el diablo, es la hora de los suicidios, remató Panchito, haciéndose el interesante.
Al sonar la chicharra nos reuníamos en el campito de la Iglesia: Panchito Quevedo, El Quijote, que en realidad se llamaba Miguel, pero que nuestro maestro comenzó a llamar Quijote por su triste figura, alto, desgarbado y estar siempre en la luna, Joaquín El Gato, que tenía gran parecido con el felino, sobre todo los ojos claros, como de miel. Hacíamos planes de cómo ayudaríamos a los hombres del circo a levantar el graderío, las lonas, las estacas, los tensores, y demás.
El circo se instalaba en lo que llamábamos grandilocuentemente el campo aéreo, que en realidad es una pista revestida de grava donde las avionetas aterrizaban en su diario trajín en la comercialización del café, en sus mejores años el tráfico aéreo del pueblo fue tan nutrido que se llegó afirmar que en los años sesenta fue el tercer “aeropuerto” de mayor movimiento aéreo de esta república moribunda, claro que jamás creímos en esas historias, inventadas por los viejos para tener algo de qué sentirse orgullosos.
Caminamos por toda la calle del Campo hasta llegar a la pista. En efecto ahí estaban los hombres del circo en sus trabajos de levantar el graderío. A principios de los años ochenta, del siglo pasado, a nuestro pueblo solamente llegaba un circo: el de Edmundo Piler. El señor Piler era oriundo de nuestro pueblo o de alguno cercano, en realidad nunca supimos mucho sobre él y la gente que trabajaba en su espectáculo. Es muy probable que quienes actuaban en la pista eran su propia familia. Un circo familiar o de familia. El circo era muy pequeño, pero en aquellos años nos parecía enorme, la galería era de cuatro pisos, no tenía tubería, ni la carpa superior, por lo que la parte de arriba quedaba al descubierto, las funciones de la tarde eran hermosas, veíamos a los trapecistas hacer sus números con el cielo tornasolado al fondo, y en las noches se veía el cielo tachonado de miles de estrellas.
No tener carpa era una invitación para que muchos espectadores sin dinero y atrevidos subiesen a los árboles cercanos a para observar desde ahí la función. En muchas ocasiones más de uno cayó de los árboles, y la función se suspendía, ya que los mismos trabajadores del circo los auxiliaba, pues las autoridades municipales responsabilizaba a Edmundo Piler por cada uno de los accidentados. Ahí veíamos correr al payaso Rabanito, que se decía era médico, con su botiquín para atender a los caídos.

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