miércoles, 28 de agosto de 2013

La magia del circo II (El circo de Oskar Chon).


La magia del circo II
(El circo de Oskar Chon).
Por: Alejandro Aldana Sellschopp.

Para: Luz y Emiliano


El pueblo, con casas de adobe y calles empedradas, puentes techados y molinos de maíz en cada barrio, con su iglesia y su santo montado a caballo matando eternamente al mismo moro, se encuentra entre dos altas montañas, allá abajo esta el caserío, la quietud, el silencio. Gracias a esa situación geográfica en los años ochenta del pasado siglo, no se podía ver televisión, faltaban costosas antenas; sin embargo, los ricos del pueblo, para no sentirse fuera de la modernidad, tenían sendos televisores que a lo más transmitían ruido blanco, rayas que bajaban a una velocidad exorbitante, y de vez en cuando alguna que otra sombra se dibujaba se prestaba para mil elucubraciones por parte de ese remedo de televidentes.
La gente asistía puntualmente a misa de siete de la mañana, de doce del día y seis de la tarde, dios era la única diversión, sin contar claro está las cantinas y el billar. De vez en cuando aparecía una caravana de húngaros, así llamábamos a los gitanos, aparcaban en algún terreno baldío, izaban una pequeña carpa de lona, y salían a recorrer las calles ofreciendo sus servicios como adivinos y nigromantes. Leían las cartas y la palma de las manos, y de paso, decían nuestros padres, se robaban a los niños. Por las tardes exhibían películas en los terrenos donde se habían instalado, a pesar del miedo que nos provocaban, asistíamos sin falta a la función de cine, bien bañados y perfumados.
Los húngaros se iban como llegaban, sin hacer mucho ruido, generalmente partían al anochecer o en las madrugadas, los adultos decían que era para que no viéramos a todos los niños y niñas que se robaban.
La llegada de los gitanos era un acontecimiento especial, nos dejaban escucharlos cantar y bailar con sus perros amaestrados, adivinaban el futuro y proyectaban películas en una roída sábana atada con cables. Sin embargo, la magia no se hacía presente, teníamos que esperar largos meses hasta que algún compañero de la escuela primaria nos decía casi en secreto, que finalmente había llegado el verdadero espectáculo de magia y fantasía: el circo.

domingo, 18 de agosto de 2013

El circo I (El circo de Oskar Chon)



La magia del Circo 1
(El circo de Oskar Chon).

Por: Alejandro Aldana Sellschopp.


Mi niñez transcurrió en un pueblo perdido de la selva chiapaneca. Estábamos rodeados de la más variada y exuberante vegetación, las copas de los árboles se entrelazaban con enredaderas formando una cubierta que impedía el paso de los intensos rayos del sol, ahí abajo, en la frescura húmeda crecían los cafetos repletos de cerezos rojos, telas de araña y una calma milenaria donde el tiempo se detenía para contemplarse en el agua de algún arroyo de aguas cristalinas. Estábamos rodeados de selva: arbustos, lianas, bejucos, orquídeas volando sobre la semioscuridad del cafetal. La selva era un animal omnipresente, su lenta respiración la sentíamos todos en el viento caliente de la mañana, en la humedad de la tarde, en las torrenciales lluvias que caían sobre un pueblo durmiendo su edad de oro. Ahí la caoba, el roble, el cedro rojo, el cacao, las anonas, la guanábana goteando su interminable miel, los platanales y su frescura, el palo de Campeche, el mulato, el corcho donde crecen los gusanos zatz, delicia de exigentes paladares. Estábamos rodeados de selva. Veíamos ardillas, comadrejas, el sabin, los tlacuaches, perros de agua, mapaches, sobre las palmeras del parque central lechuzas blancas construyeron su nido, en los naranjos de los caminos se posaban los quetzales. En los tulipanes rojos y amarillos de la escuela primaria revoloteaban los colibríes, que nosotros llamábamos chupamirtos, si tenías un poco de suerte, de camino al rancho de algún amigo observábamos un tucán bajo el esplendor del día. Estamos rodeados de selva. Las lagartijas y los tolocs hacían sus nidos en nuestros refrigeradores o estufas, las coralillos aparecían en las bañeras, las ratoneras en los trasteros. La selva caminaba como un mastodonte prehistórico, se metía a las casas, crecía en los tejados y tapaba los tubos de agua, se colgaba de los árboles de toronjas y mandarinas, llovía hasta el panteón anegando las tumbas para dejar al descubierto algunos cuerpos y huesos de difuntos. La selva reptaba de noche, robaba las gallinas de los gallineros, degollaba patos, se comía el maíz y el frijol, se escurría por los corredores y ventanas, entraba a las habitaciones y lentamente iba penetrando nuestras bocas y fosas nasales, hacía su nido en nuestros cuerpos, en nuestros huesos y en nuestra sangre.