domingo, 10 de mayo de 2009

La vida breve de Eduardo Huchin

Una ciudad. Mi foto de niño (acabo de despertar). Mi maestra del preescolar. La primaria. La maestra suplente. Viaje al centro de la tierra. Otros diez libros de Verne. Los primeros paseos al centro. Los trucos de magia (no sé porqué a la Jota de la baraja hay que llamarle Joto, “para hacer reír al público” según el libro del Mago Frank). Casetes de obras de Cholo casi a diario. Un tío que sintoniza la Tremenda Corte. Ese mismo tío que casi no oye, pero que me enseña a tocar guitarra. La primera canción sin errores. El descubrimiento de la música clásica. Colecciones de Reader’s Digest (todavía toqué “Marea baja” en el acordeón hace una hora). “La risa, remedio infalible” del Selecciones. Khalil Gibrán a los 11 años. Nueve semanas y media, en Cinemax. El cable, las películas de media noche, la educación sentimental con cuerpos de los años setenta. Concursos de oratoria perdidos (la fórmula de mi fracaso fue nunca alzar la voz). Exámenes de conocimiento. La siguiente fase y la siguiente (la madre del colegio católico contra el que compito me felicita con hipocresía). Viajo a México para saludar a Carlos Salinas. Veo El Hombre de la Mancha. Dos niñas de Chihuahua se sientan a mi lado. Regreso. Mamá me regala Cien años de soledad. Abandono a García Márquez en la página 100 (pero releo todos los días las partes porno). Llego a una secundaria marista… cuando todos los maristas se han ido. Sirvo vinajeras y preparo las hostias los viernes de cada mes. Conozco a gente inolvidable. Formo mi primera banda de rock (Panz N’ Noses). Un día el director escucha nuestra canción “El prefecto es bruto e imperativo” y al mes siguiente el prefecto deja la escuela.
Viajamos. Unos amigos y yo nos perdemos en Palenque por ir a comprar una porno. Dormimos en al autobús. Se suceden unas historias tras otras. Estudiar con puros hombres me convierte en un manojo de nervios cuando me topo con alguna mujer. La primera mujer que se me acerca en esa época quiere que le toque una canción (creo que “Paradise City”). No sé decir si es bonita o fea.
La preparatoria nos sorprende a los mismos de siempre. Me sigo creyendo un gordo. Compro mi primera guitarra eléctrica (en pagos, de segunda mano). De repente ya estamos tocando. El vecino nos saca del cuarto de ensayos. “¿Hasta cuándo vamos a poder tocar, hasta que se muera?”, pregunta uno de los del grupo. (El vecino se muere, pero 15 años después. Estuve -hace dos meses- en su funeral). Nos decidimos a tocar “grunge” o algo parecido. Componemos 12 ó 14 canciones.
Las mujeres, las mujeres, las mujeres. Me enamoro terriblemente de la misma chica de la que está enamorado mi mejor amigo. La historia termina como debería: nos rechaza a los dos y se va con el que nos lleva 3 años. Empiezo a escribir poesía como una forma de supervivencia (esa alternativa para ser cursi de modo clandestino). Descubro el amor por las matemáticas. Mamá piensa que seré ingeniero. A última hora gana la poesía (apunten esa regla, por favor).
Me emborracho y mamá me manda a un retiro espiritual. Me enamoro de la chica que organiza los juegos. Para impresionarla corro en la orilla de la carretera un 12 de diciembre. Me deshidrato. La chica en cuestión nunca lo ve. Me vuelvo el músico de un grupo parroquial. Llevamos serenata y emociono a todos tocando “Mi historia entre tus dedos”. Dejo el grupo. Un joven líder de otro movimiento católico intenta convencerme de que tengo el “don”. En la noche hace un exorcismo. Si antes tenía dudas, él termina por convencerme: la religión no es lo mío. Dejo de ir a misa. Mamá cree que de eso se trata el fin de la adolescencia.
Estudio la carrera de literatura en una generación que termina con siete alumnos. Aparecen Los Profetas, una organización con dos sicólogos, dos historiadores y dos literatos que nace bajo los influjos de una botella de Bacardí de 1.75 litros. Jugamos futbol (perdemos todos los partidos), organizamos reuniones, hacemos tareas sobre marxismo y forjamos una leyenda con soundtrack de Junior Klan. Creamos dos himnos de nuestro tiempo –“Aguanta que bajan”- y por supuesto “La cumbia de Marx y Engels” (y su pronóstico en forma de estribillo: “…fueron amigos siempre”).
Las mujeres, las mujeres, las mujeres. Me enamoro de cinco, diez, veinte sicólogas (a veces simultáneamente). A una le mando flores, le escribo un poema malísimo. Nada resulta. Del coraje escribo un ensayo sobre la navidad (no tiene nada que ver una cosa con la otra, pero cuando uno está decepcionado del amor realiza acciones que no requieren de lógica). Descubro el placer de reírme de mis propios problemas. Me gusta esa prosa que no narra o esa poesía que no requiere ser incomprensible. Voy a un taller de literatura. La escritora destroza mi poema. Me digo “Ya no más”. Prendo un día la televisión: Guadalupe Loaeza pronuncia el nombre Jorge Ibargüengoitia en un programa de entrevistas. Encuentro un libro de Ibargüengoitia en el estante de la biblioteca pública. Desde ese momento, las cosas nunca vuelven a ser iguales.
Más mujeres, más libros, mis primeros artículos. Me enamoro de una mormona que prefiere enamorarse de un misionero norteamericano. Suplo a una maestra en una escuela católica. Escribo lo que ahí sucede. Las monjas se enteran y el asunto acaba de modo bochornoso. Digo: es momento de arreglar mi situación con Dios. Me tardo diez años revisando nuestro convenio.
Sigo en la música. Formo otros dos grupos de rock: uno de Black metal y otro inclasificable que toca lo mismo son cubano que música disco. Con este último grabo una decena de canciones (sin metrónomo). Nunca llegamos a recuperar las cintas.
En el último año de la carrera conozco a Gabriela. Ella será el único nombre propio que yo escriba aquí (temo dejar fuera a alguien y además esto no es una relación de culpables). En ese momento soy un pobre vago que no tiene trabajo ni sabe qué hará de su vida. Quizás sin Gabriela (y su tropel de historias increíbles, su generosidad, pero sobre todo, su infinito vitalismo), no habría escrito ni la mitad de lo que he escrito. Punto.
Aparece la revista Diálogos Postmodernos. Descubro que toda edición necesita de unas buenas dosis de masoquismo. No sé muy bien qué es la postmodernidad, pero mi director dice que el nombre pega. Lo que al principio era un pretexto para vernos publicados, con el tiempo se convierte en un grupo (cultural o de amigos, aún no puedo definirlo). Gracias a la revista, conozco a creadores envidiables.
Reaparecen amigas (una de ellas, gracias a la novela Wilt). Una alumna de mis tiempos de la escuela católica sorprende a sus padres estudiando literatura. Le echa la culpa a Monterroso (me siento un poco responsable por eso). Sigo escribiendo. Aparezco en periódicos. Paso una época en que puedo escribir todos los días y publicar todos los días y no sentir coraje porque el periódico más vendido de Campeche no me pague. ¿Paso eso que algunos llaman “los años más felices de nuestras vidas”? Casi sin proponérmelo voy construyendo ese libro que después se llamaría ¿Escribes o trabajas? Gano una beca, la más modesta. Con mi primer cheque compro El tambor de hojalata.
Publico ¿Escribes o trabajas? Para ese entonces soy becario del FONCA. Compro decenas de libros en Gandhi, viajo, me tratan como a un rey. Transito entre autores que ahora publican en Anagrama, Sudamericana o Mondadori. Los veo borrachos hablando de Marie Darrieussecq. Rafael Ramírez Heredia me cuenta sus aventuras amorosas, cada que nadie más nos oye. Cuando llega alguien la plática gira repentinamente a su novela La mara. En los camiones me siento delante de los becarios de Música. Todos han vivido en Austria, Suiza o Alemania. Entonces ya no me siento un rey sino un peón.
Paso de trabajar en el Instituto Electoral a trabajar en un periódico. Comprendo la rapidez de la realidad, la vacuidad de la nota del día. Aprendo trucos, escribo manuales para sortear los días de asueto. Disfruto descubriendo frases insólitas, historias insospechadas en la sección de policía. Gano un premio local de periodismo. Ese cheque termina por financiar la lap top desde donde ahora escribo, el viaje que estoy a punto de emprender.
La vida se torna gris, casi conformista. Entonces viajo a Chiapas con un grupo de escritores, en cuyos talentos confío. Nos sorprende una inundación y una tormenta cuando buscamos un table llamado Mamita’s. Los conozco por separado pero ellos no se conocían del todo entre sí. Hacen migas. Nos empezamos a reunir los martes –el día de mi descanso- en el café. Cada ocasión se vuelve un tour de force donde cohabitan el cine, la televisión, la autobiografía y la literatura.
El último año formo otro grupo de rock, pero los escuchas y los integrantes de las otras bandas están apenas saliendo de la adolescencia o, por lo menos, eso parece. Me siento tan viejo como Keith Richards pero sin la movilidad de Keith Richards. Solo hasta que veo los amplificadores detrás de mí niego la admiración por los grandes veteranos. Pienso: el arte de envejecer con dignidad en el rock depende de que alguien más te cargue el equipo.
Un día veo una foto. Es la foto de la solapa de mi libro. Mi único libro (toda mi generación tiene al menos cuatro títulos en su haber). En la imagen tengo cuatro o cinco años. Acabo de despertarme. Es un retrato contra mi voluntad, pero me gusta. Es la mejor fotografía que alguien me ha hecho hasta ahora. Cuando pienso todo eso, estoy a punto de cumplir 30 años. No digo: es momento de otro libro; digo: es momento de otra foto. De eso se trata, al fin de al cabo, ponerse en movimiento: intentar no salir borrosos esta vez.

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