La magia del Circo V
(El circo de Oskar Chon).
Por: Alejandro Aldana Sellschopp.
Para: Luz y Emiliano.
Las
funciones del circo se celebraban a las cuatro de la tarde. La hora
en que el sol comenzaba a despedirse de la selva, justo en esos
minutos en que las garzas abandonaban los potreros y partían al
nunca, al siempre. Tiempo de circo. Horas y minutos sin tiempo. Los
tordos y zanates armaban su algarabía en los árboles del parque,
mientras las familias: padres, hijos y abuelos, avanzaban por la
calle del campo como una procesión de la alegría. Ricos y pobres
nos mezclábamos, ahí los hijos del dueño de las avionetas y cinco
hangares, allá los hijos del padre Rangel, más allá el dueño de
la paletería La Michoacana, el zapatero, el tortillero, el cacique y
todos sus hijos. Todos vestidos con sus mejores ropas, caminando codo
a codo hacia la tierra de los sueños.
A lo
lejos se escuchaba la estridente música de Chico-che: “Los nene
con los nenes, las nenas con las nenas...”, interrumpida por
momentos por la voz de Edmundo Piler, quien invitaba al respetable a
tomar su localidad. El espectáculo comenzaba en las inmediaciones
del campo aéreo. La pobreza del circo no era impedimento para soñar.
La
hilera de focos de colores se encendía, con su tímida luz opacada
aún por los rayos de sol. Largas mesas ofrecían: mangos verdes con
chile, naranjas, palomitas en diminutas bolsas de plástico,
chicharrines, paletón corona, Halls, Mamuts, chicles Yucatán,
Motita, Bombero, Sugus, Palelocas, Salvavidas, Chupirules, y los
infaltables algodones de azúcar. El olor de aquel circo es
indescriptible: combinación de palomitas recién reventadas, orines
de chivo y perros, sudor, perfumes: Siete machos, Lavanda, Siete
brujas, Mujercitas, Charissma, Topaze, Old spice, Willy contry, todo
lo que se imaginen de Avón, Colbert, Patrich, más los humores del
río que estaba a escasos metros, el aroma de viruta, aserrín,
cascabillo y hasta juncia que se tendía en toda la superficie del
circo.
El
circo era sin dudas la puesta en escena de nuestro imaginario
colectivo. El espectáculo tenía mucho de fiesta, carnaval y
algarabía. Todos los que asistíamos a las funciones sabíamos que
formábamos parte de un juego: el de la risa.
Lejos
estábamos de saber que en tiempos prehispánicos se realizaban
representaciones de lo que hoy conocemos como pantomimas, cuadros
teatrales y acrobacias, en los patios de los palacios o en los
momoztli. En esencia, el espectáculo había cambiado poco. Al igual
que los mexicas, nosotros veíamos estupefactos una combinación de
lo terrible y lo amable, un guajolote siendo obligado a bailar en un
comal al rojo vivo, al ritmo de nuestras palmas, reírnos a
carcajadas de una gallina pintada de colores que infructuosamente
trataba de caminar por el alambre.
En
plena pista se nos revelaba lo grandioso y lo pequeño, El Mago Hugo
de Karma hipnotizaba a tres muchachos de la secundaria, no podíamos
dar crédito, aquellos jóvenes, a quienes conocía todo el público,
no podían prestarse a una estratagema. Quizá uno de los trucos más
sorprendentes de Edmundo Piler, fue la noche cuando mandó colocar un
televisor de bulbos, con un corte de mangas hizo apagar todas las
luces, de pronto se encendió el televisor, unos pases mágicos y
listo: se comenzó a ver un programa de televisión, la pantalla no
parpadeaba, ni subían o bajaban líneas negras, una imagen nítida,
extraordinariamente clara, recuerdo muy bien que se traba de un
episodio de los Dukes de Hazzard, ahí iban, en impecable blanco y
negro, Bo y Luke en su General Lee, el Dodge Charger, con el número
uno pintado a sus costados, a toda velocidad, saltando puentes a
medio terminar y levantando tremenda polvareda, atrás los perseguía
Rosco en una patrulla que no dejaba de aullar.
El
número de Edmundo Piler dejó sorprendidos a todos. Fue la primera
vez que vi a un pú
blico aplaudir de pie y durante largos quince
minutos, Piler salió tres veces de la cortina, para agradecer las
muestras de admiración y cariño. Años después nos enteramos que
varios propietarios de televisores, incluso el presidente municipal,
visitaron esa misma noche a Edmundo Piler en su carromato, para que
les develara el truco. Piler que era un buen mago, jamás develó su
secreto.
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