jueves, 10 de octubre de 2013



La magia del Circo V
(El circo de Oskar Chon).

Por: Alejandro Aldana Sellschopp.

Para: Luz y Emiliano.

Las funciones del circo se celebraban a las cuatro de la tarde. La hora en que el sol comenzaba a despedirse de la selva, justo en esos minutos en que las garzas abandonaban los potreros y partían al nunca, al siempre. Tiempo de circo. Horas y minutos sin tiempo. Los tordos y zanates armaban su algarabía en los árboles del parque, mientras las familias: padres, hijos y abuelos, avanzaban por la calle del campo como una procesión de la alegría. Ricos y pobres nos mezclábamos, ahí los hijos del dueño de las avionetas y cinco hangares, allá los hijos del padre Rangel, más allá el dueño de la paletería La Michoacana, el zapatero, el tortillero, el cacique y todos sus hijos. Todos vestidos con sus mejores ropas, caminando codo a codo hacia la tierra de los sueños.
A lo lejos se escuchaba la estridente música de Chico-che: “Los nene con los nenes, las nenas con las nenas...”, interrumpida por momentos por la voz de Edmundo Piler, quien invitaba al respetable a tomar su localidad. El espectáculo comenzaba en las inmediaciones del campo aéreo. La pobreza del circo no era impedimento para soñar.
La hilera de focos de colores se encendía, con su tímida luz opacada aún por los rayos de sol. Largas mesas ofrecían: mangos verdes con chile, naranjas, palomitas en diminutas bolsas de plástico, chicharrines, paletón corona, Halls, Mamuts, chicles Yucatán, Motita, Bombero, Sugus, Palelocas, Salvavidas, Chupirules, y los infaltables algodones de azúcar. El olor de aquel circo es indescriptible: combinación de palomitas recién reventadas, orines de chivo y perros, sudor, perfumes: Siete machos, Lavanda, Siete brujas, Mujercitas, Charissma, Topaze, Old spice, Willy contry, todo lo que se imaginen de Avón, Colbert, Patrich, más los humores del río que estaba a escasos metros, el aroma de viruta, aserrín, cascabillo y hasta juncia que se tendía en toda la superficie del circo.
El circo era sin dudas la puesta en escena de nuestro imaginario colectivo. El espectáculo tenía mucho de fiesta, carnaval y algarabía. Todos los que asistíamos a las funciones sabíamos que formábamos parte de un juego: el de la risa.
Lejos estábamos de saber que en tiempos prehispánicos se realizaban representaciones de lo que hoy conocemos como pantomimas, cuadros teatrales y acrobacias, en los patios de los palacios o en los momoztli. En esencia, el espectáculo había cambiado poco. Al igual que los mexicas, nosotros veíamos estupefactos una combinación de lo terrible y lo amable, un guajolote siendo obligado a bailar en un comal al rojo vivo, al ritmo de nuestras palmas, reírnos a carcajadas de una gallina pintada de colores que infructuosamente trataba de caminar por el alambre.
En plena pista se nos revelaba lo grandioso y lo pequeño, El Mago Hugo de Karma hipnotizaba a tres muchachos de la secundaria, no podíamos dar crédito, aquellos jóvenes, a quienes conocía todo el público, no podían prestarse a una estratagema. Quizá uno de los trucos más sorprendentes de Edmundo Piler, fue la noche cuando mandó colocar un televisor de bulbos, con un corte de mangas hizo apagar todas las luces, de pronto se encendió el televisor, unos pases mágicos y listo: se comenzó a ver un programa de televisión, la pantalla no parpadeaba, ni subían o bajaban líneas negras, una imagen nítida, extraordinariamente clara, recuerdo muy bien que se traba de un episodio de los Dukes de Hazzard, ahí iban, en impecable blanco y negro, Bo y Luke en su General Lee, el Dodge Charger, con el número uno pintado a sus costados, a toda velocidad, saltando puentes a medio terminar y levantando tremenda polvareda, atrás los perseguía Rosco en una patrulla que no dejaba de aullar.
El número de Edmundo Piler dejó sorprendidos a todos. Fue la primera vez que vi a un pú
blico aplaudir de pie y durante largos quince minutos, Piler salió tres veces de la cortina, para agradecer las muestras de admiración y cariño. Años después nos enteramos que varios propietarios de televisores, incluso el presidente municipal, visitaron esa misma noche a Edmundo Piler en su carromato, para que les develara el truco. Piler que era un buen mago, jamás develó su secreto.

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