En el encuentro Chiapas de Poesía, conocí a Claudia Janet Morales, quien amablememnte aceptó enviarme uno de sus cuentos para publicarlo en este espacio. Ella estudia letras en la UNAM, y es Chiapaneca.
Con el cuerpo enfriado por la llovizna, con la cabeza saturada de pedazos de versos que no sabes ni de quien son, alcanzas a entrar al vagón cuado las puertas se cierran de un golpe rutinario. Así que el día termina para ti y ya no importa la llovizna cruda que quedó detrás de las huellas húmedas de tus zapatos. Sólo te queda el cansancio de un día desperdiciado, adormecido en el bailoteo lento del asiento; apretujado en el calor de los cuerpos que espumean juntos una muchedumbre de sudores salinos, de perfumes picantes. Un embutido de lágrimas encerrado en el vientre de las mujeres, gorgotea. Eso te parece, en el vientre de todos menos de una, la que se sienta al final del vagón con la cara recargada sobre sus dedos blancos, que terminan en uñas largas, larguisísimas.
Es de ese tipo de mujeres que nunca podrás tener, y la certeza te martilla, te duele. No es que seas feo, lo corroboras descifrándote en los cristales opacos del vagón, pero ella es de esas mujeres cinceladas: perfecta, como sus uñas finas, donde reposa su cara linda y sus ojos verdes “Verde que te quiero verde”. Lo leíste de Lorca. En uno de esos libros que se perdió en la mudanza; tenía una pasta dura, que fue marrón y para cuando se perdió era de un color purpúreo indescifrable. ¡Pobre Lorca! ir a morir asesinado tan lejos de éste vagón dónde te retumban en el cuerpo sus palabras viejas. Tendrás que apuntar eso después, en alguna libreta para que no se te olvide, acompañarlo de un apunte sobre ella; hacerle un bosquejo inútil, porque nunca, nunca aprendiste a pintar, porque los zurdos son el gemelo sobreviviente de un pintor diestro. Ruegas que volteé, que te vea en éste mundo pequeño que los arrastra. Que volteé…y lo hace. Se queda con la mirada fija entre tus cejas. El mundo es para ti como estar a punto de morir y resucitar en un segundo, como las corrientes de un río que se encuentra después de haber recorrido la mitad del mundo. Vas a tener que escribirla, incluso dibujarla, porque ella se levanta cargando su figura delgada hasta ti. Sus dientes como de niña se ven cuando te habla.
Parece que este tren no para. Y te parece absurdo, porque se detiene en cada estación: se llena y se vacía.
Supiste, desde el momento en que habló, que no era mexicana. Tiene un acento argentino educado en hacerse notar lo suficiente, para no perderse en este país tan lejano al suyo. Vino como muchas argentinas, preciosas todas, buscando posar en publicidad; Pero ella un poco diferente, ni lo necesitaba, ni le importaba mucho, ni eso ni nada. Se vino porque se cansó de todo: de papi que la mimaba y de mami (sobre todo de mami). Por eso compró el boleto de avión con su tarjeta de crédito. Les habló después, cuando ya estaba en México, desde una caceta de teléfono. Casi arrepentida y apretando el cuerpo para no llorar. De lo que pasó desde entonces hasta encontrarte en el vagón no te va hablar, sino hasta mucho después, y mejor no te lo hubiera dicho, porque a ti te sale espuma de la boca de celos y se te desorbitan los ojos del dolor. Cuando se conocieron en ese vagón no hablaron de ella, sino de ti, de tus poemitas y de tus canciones; de que es tu padre quien salda las cuentas, los boletos del metro, las ediciones fallidas que ha pagado para que te publiquen.
Fue cuando le quitabas la ropa que te diste cuenta, sin que te importara en el momento, que todo lo que vestía era muy caro, y que todo olía muy diferente a los hedores salinos del metro. Su piel transparente marcaba las líneas azules y verdes del camino de sus venas. Verde que te quiero verde. Susurraste. Que desdicha cuando te contó todo. ¿Quién paga todo ésto? Ella no quiso decirte, pensó en decir que era papi, pero no. Papi está muy enojado en Argentina, sentado en su sillón de cuero marrón, leyendo un libro de Lorca de pasta púrpura, y mirando por la ventana pensando en ti, y en qué cama estarás durmiendo. No se atreve a preguntar con quién, ¿qué comiste hoy? Mira hacia tu cuarto cerrado y ausente, hasta le parece escuchar el sonido de tu grabadora con boleros mexicanos. Cómo los boleros que éste pone ahora, después de levantarse de la cama medio desnudo, medio despierto, con el sudor escurriéndole por el cuello, y preguntando, como a quién no le importa saberlo. ¿Quién paga todo ésto? Señala tu ropa. Pues mi amante. Es un senador de saco y zapatos lustrados. Se le ha comenzado a caer el cabello, pero lo oculta muy bien. Tiene una esposa y dos niños preciosos. Entonces sí tienes celos y asco, y calor, y el sudor sobre la espalda y todo ese aire que te falta en los pulmones, te asfixia, porque el vagón se ha vuelto a llenar de gente. Abres los ojos en un atascadero de pies, manos, ropa. Otro segundo de un milenio bajo la luz sucia del lugar, el vagón vuelve a estar tranquilo y ella ahí: sentada en la misma posición, hasta que voltea sus pupilas verdes a tu cara espantada, que le parece conocida. La ves levantarse, poner su bolsa púrpura al hombro y sentarse frente a ti, cómo si llevara haciendo el mismo recorrido todos los días, de la misma forma como se cierran las puertas, en una rutina de eras. Parece que este tren no para. Dice, y te parece que oculta una risa de burla detrás de sus palabras.
Con el cuerpo enfriado por la llovizna, con la cabeza saturada de pedazos de versos que no sabes ni de quien son, alcanzas a entrar al vagón cuado las puertas se cierran de un golpe rutinario. Así que el día termina para ti y ya no importa la llovizna cruda que quedó detrás de las huellas húmedas de tus zapatos. Sólo te queda el cansancio de un día desperdiciado, adormecido en el bailoteo lento del asiento; apretujado en el calor de los cuerpos que espumean juntos una muchedumbre de sudores salinos, de perfumes picantes. Un embutido de lágrimas encerrado en el vientre de las mujeres, gorgotea. Eso te parece, en el vientre de todos menos de una, la que se sienta al final del vagón con la cara recargada sobre sus dedos blancos, que terminan en uñas largas, larguisísimas.
Es de ese tipo de mujeres que nunca podrás tener, y la certeza te martilla, te duele. No es que seas feo, lo corroboras descifrándote en los cristales opacos del vagón, pero ella es de esas mujeres cinceladas: perfecta, como sus uñas finas, donde reposa su cara linda y sus ojos verdes “Verde que te quiero verde”. Lo leíste de Lorca. En uno de esos libros que se perdió en la mudanza; tenía una pasta dura, que fue marrón y para cuando se perdió era de un color purpúreo indescifrable. ¡Pobre Lorca! ir a morir asesinado tan lejos de éste vagón dónde te retumban en el cuerpo sus palabras viejas. Tendrás que apuntar eso después, en alguna libreta para que no se te olvide, acompañarlo de un apunte sobre ella; hacerle un bosquejo inútil, porque nunca, nunca aprendiste a pintar, porque los zurdos son el gemelo sobreviviente de un pintor diestro. Ruegas que volteé, que te vea en éste mundo pequeño que los arrastra. Que volteé…y lo hace. Se queda con la mirada fija entre tus cejas. El mundo es para ti como estar a punto de morir y resucitar en un segundo, como las corrientes de un río que se encuentra después de haber recorrido la mitad del mundo. Vas a tener que escribirla, incluso dibujarla, porque ella se levanta cargando su figura delgada hasta ti. Sus dientes como de niña se ven cuando te habla.
Parece que este tren no para. Y te parece absurdo, porque se detiene en cada estación: se llena y se vacía.
Supiste, desde el momento en que habló, que no era mexicana. Tiene un acento argentino educado en hacerse notar lo suficiente, para no perderse en este país tan lejano al suyo. Vino como muchas argentinas, preciosas todas, buscando posar en publicidad; Pero ella un poco diferente, ni lo necesitaba, ni le importaba mucho, ni eso ni nada. Se vino porque se cansó de todo: de papi que la mimaba y de mami (sobre todo de mami). Por eso compró el boleto de avión con su tarjeta de crédito. Les habló después, cuando ya estaba en México, desde una caceta de teléfono. Casi arrepentida y apretando el cuerpo para no llorar. De lo que pasó desde entonces hasta encontrarte en el vagón no te va hablar, sino hasta mucho después, y mejor no te lo hubiera dicho, porque a ti te sale espuma de la boca de celos y se te desorbitan los ojos del dolor. Cuando se conocieron en ese vagón no hablaron de ella, sino de ti, de tus poemitas y de tus canciones; de que es tu padre quien salda las cuentas, los boletos del metro, las ediciones fallidas que ha pagado para que te publiquen.
Fue cuando le quitabas la ropa que te diste cuenta, sin que te importara en el momento, que todo lo que vestía era muy caro, y que todo olía muy diferente a los hedores salinos del metro. Su piel transparente marcaba las líneas azules y verdes del camino de sus venas. Verde que te quiero verde. Susurraste. Que desdicha cuando te contó todo. ¿Quién paga todo ésto? Ella no quiso decirte, pensó en decir que era papi, pero no. Papi está muy enojado en Argentina, sentado en su sillón de cuero marrón, leyendo un libro de Lorca de pasta púrpura, y mirando por la ventana pensando en ti, y en qué cama estarás durmiendo. No se atreve a preguntar con quién, ¿qué comiste hoy? Mira hacia tu cuarto cerrado y ausente, hasta le parece escuchar el sonido de tu grabadora con boleros mexicanos. Cómo los boleros que éste pone ahora, después de levantarse de la cama medio desnudo, medio despierto, con el sudor escurriéndole por el cuello, y preguntando, como a quién no le importa saberlo. ¿Quién paga todo ésto? Señala tu ropa. Pues mi amante. Es un senador de saco y zapatos lustrados. Se le ha comenzado a caer el cabello, pero lo oculta muy bien. Tiene una esposa y dos niños preciosos. Entonces sí tienes celos y asco, y calor, y el sudor sobre la espalda y todo ese aire que te falta en los pulmones, te asfixia, porque el vagón se ha vuelto a llenar de gente. Abres los ojos en un atascadero de pies, manos, ropa. Otro segundo de un milenio bajo la luz sucia del lugar, el vagón vuelve a estar tranquilo y ella ahí: sentada en la misma posición, hasta que voltea sus pupilas verdes a tu cara espantada, que le parece conocida. La ves levantarse, poner su bolsa púrpura al hombro y sentarse frente a ti, cómo si llevara haciendo el mismo recorrido todos los días, de la misma forma como se cierran las puertas, en una rutina de eras. Parece que este tren no para. Dice, y te parece que oculta una risa de burla detrás de sus palabras.
2 comentarios:
Es buen cuento, muy dinámico. Sobre todo las imágenes se captan con suma facilidad.
Que mande más pue.
buena prosa de Claudia...agil... mejor que muchas del encuentro...... saludos al ilustrao
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