jueves, 6 de marzo de 2008

Letra y Música

por: Eduardo Huchín

Los bibliómanos tenemos una desventaja sobre los melómanos: no podemos hacer compilaciones. O por lo menos, no podemos antologar placeres y regalarlos en paquetes prácticos, como los discos compactos. Una veintena de cuentos supone una carpeta de fotocopias que no cualquiera está dispuesto a subsidiar. Además, la música ha podido reproducir la fidelidad de una grabación a través de la tecnología: escuchamos discos quemados que suenan como los originales, pero hacer la copia exacta de un libro necesita de un arte que sólo los piratas han podido dominar. La principal prerrogativa que tiene la música es que puede compartirse. Las bocinas de 3 mil watts para la casa o el automóvil establecen de inicio una manera de aportar nuestra voz al concierto de los espacios privados que se vuelven públicos. En ese “lugar con parlantes” que pidiera Cerati, la demografía también duele en los oídos y no sólo en los moretones después de bajar del metro.
En las calles, los camiones, las cantinas, incluso la oficina, la música se ha convertido en el analgésico esencial para soportar la vida. A nadie extrañe que en este mundo regrabable, también recurramos al iPod para encontrar la soledad. Con los libros las cosas son un poco más complicadas. Como los bibliómanos somos seres más primitivos (o más sofisticados, según se vea) aún no superamos el sistema de trueques. Intercambiamos materiales originales con la preocupación puesta en la humedad de un cuarto ajeno. Nadie sabe cuánto tardará el amigo en leer el libro que le recomienda o si ese ejemplar volverá a su estante inicial (es mucho más fácil grabarle un CD y darlo por perdido). Tanto como emprender su escritura, compartir un libro necesita altas dosis de fe. Nada de compilar autores y regalarlos a los amigos, nada de leer mientras se conduce, nada de llenar estadios para sumergirse en una lectura. Los libros son una apuesta impráctica para el mundo de hoy y sin embargo todavía existimos quienes nos empeñamos en soñarlos, en leerlos, en hacerlos (en ese orden). La música vive al parecer su plenitud: incuestionable, omnipresente, asegurada su perdurabilidad (nadie ha profetizado “el fin de la música” aunque sí el “fin del libro”) se ha impuesto como una forma dictatorial del arte en nuestras vidas. Yo a veces por despecho, sólo por llevarle la contraria al mundo, leo en silencio o trabajo sin audífonos.
Quizás he sido injusto, he hablado de “libros” y no de “literatura”, que es como decir “discos” en lugar de “música”, pero incluso con esas precisiones, me parece que los libros siguen siendo el medio más eficaz de consumir la palabra escrita. Es cierto que en nuestro país sólo los bestsellers llegan a todos los aparadores y la Internet se ha vuelto indispensable para abatir las mezquindades del mercado editorial, pero principalmente por ese panorama, los libros son uno de esos placeres insanos que nadie sabe porqué sigue manteniendo. Ocupan tanto espacio en nuestros cuartos, son tan frágiles a la lluvia o al fuego, que sólo por eso –por recordarnos que hay goces estorbosos- no podemos librarnos de su presencia. La música en cambio, parece superar con rapidez todos los inconvenientes: ha pasado de las orquestas en vivo al vinilo, del cassete al CD, del archivo en la computadora al iPod. Sólo detrás la pornografía, a ninguna otra cosa ha beneficiado tanto el Internet como a la música. Y es quizás esa disponibilidad absoluta de las canciones la que ha provocado también una añoranza por los álbumes completos, por retornar a las dificultades de hallar un disco. Aún cuando todas las melodías del mundo pueden bajarse de la red, aún revisamos el área de CD’s del supermercado, los puestos de música pirata, en busca de carátulas de Pink Floyd, Queen o Los Ramones.Como instantáneas perdurables, las canciones no sólo transmiten el placer sino que con frecuencia hacen comunicable el dolor. En las letras tristes, sí, pero también en aquello que hace de la música una guía perdurable de emociones: su cercanía con la vida. Más allá de sus palabras, la música duele también en sus discos perdidos, en los conciertos cancelados, en un cover mal hecho (una canción también te traiciona cuando se va a otra boca). No gratuitamente la música es la parte más tenaz de la memoria. Recordar supone siempre el peligro de un sufrimiento escondido, de una escena amarga a la que llegamos por asociación. Con la música, la magdalena de Proust se vuelve democrática. He ahí su encanto: la música nos tiene a su merced porque es íntima y multitudinaria, porque es débil a las tentaciones del mercado y tiende a redimirse en discos raros. Crea generaciones al tiempo que ordena nuestra propia vida. Su mejor imagen es la de la compilación hecha en casa, porque en su secuencia de canciones (en su orden, en su selección) entraña una autobiografía y una Historia Universal. Reconozco que pertenecí a la generación que siempre tuvo un cassette disponible en su estéreo. Pendiente de la programación de la FM, oprimir el botón de “grabar” a tiempo necesitaba una destreza de la que pocos podían presumir. Yo no, por fortuna. Nunca pude identificar una canción desde el principio y mis grabaciones caseras dan cuenta de melodías cortadas o interrumpidas por la voz que anunciaba el nombre de la estación. Son antologías defectuosas, en lo que tienen de azar y de torpeza, pero sin duda alguna me resultan entrañables. Sobre todo en sus errores, mis cassettes me recuerdan cómo era la vida en el siglo pasado. Ahora todo es tan aséptico y los discos grabados suenan tan bien que uno se vuelve nostálgico, que es una forma de decir que uno se vuelve más viejo. Si tuviera 50 años sin duda extrañaría el ruido de la aguja sobre el vinilo, pero a los 28 no puedo sino añorar las dificultades que tuve para obtener música, que son las mismas que sigo teniendo ahora para obtener literatura. Quizás por eso es que, frente a la computadora, mientras bajo a Brian Setzer del Emule, escribo este artículo en que música y libros se mezclan sin muchos argumentos de por medio. Pero qué importa: vivimos tiempos de DJ’s donde Blondie cohabita con Camilo Sesto, donde es posible hacer una canción sobre “el temblor” con música de Soda Stereo y Chico Che. A contrarreloj y como en nuestras mejores compilaciones, hago este texto más con el estómago que con la cabeza.

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