domingo, 29 de julio de 2007

La Sombra de un peatón llamado Jaime Sabines


por: Fernando Trejo.



Balam Rodrigo (1974), nacido en Villa de Comaltitlán, Chiapas, le escribe a Sabines un poema de largo aliento. Aquí el texto alusivo a don Jaime para mostrar la breve influencia que marcó en Balam en sus inicios como poeta.

SABINAL
A Jaime Sabines

1.

Hoy no tuve dinero para ir al cine,
muy a pesar de exhibirse una película
de la Muestra Internacional.
Mucho menos tuve dinero para comer.

Hoy además hice mis cuentas:
aún no he hecho el amor.

El día de hoy encontré
en la Facultad a la hermosa mujer
en la que habita la pequeña niña a la que amo.

Verla me dio un poco de tristeza.

Compartí con ella algo así como un odio
que caminaba despacio
entre nuestras miradas perdidas,
como esas personas desconocidas
que buscan descansar los ojos
en algo mejor que en otros ojos.

Apenas pudimos decir unas cuantas palabras,
y nos comimos un pedazo de soledad resquebrajado.

Me bebí esa soledad cuando se despidió.

Poco después encontré a mis hermanos.
Platicamos largo rato de letras, de política
y de los paisanos.

Terminamos platicando de mi madre

Y es que el día de hoy ella no llegó
de la tierra que promete,
de ese Chiapas andariego
por sus hijos errantes,
de ese Chiapas mujeriego
por la ausencia de sus hombres.

Mi madre no llegó de su viaje.

Y regresé a la casa con un boleto del metro
y unos pesos regalados.

Llegué pasadas las once de la noche.

Allí me encontré a Mario, al de Comalapa
que me dijo tranquilamente: ¿Ya sabés?
- ¿Qué cosa? ¿Qué es lo que debo saber?
- ¿Dai’ vos, no lo sabés?
- No, no sé de qué estás hablando.

: Murió Jaime Sabines.

(En ese momento me quedé en silencio
recordando la voz de aquél paisano
en cuyas letras encontrara la poesía).

2.

Don Jaime:

En la mañana de este día,
cuando me encontraba solo
-esa costumbre-
ya despierto del sueño,
miraba hacia el librero
y sus libros reían con esa risa
con la que un libro invita a leerlo.
Además, un cassette con su voz
y la “cojita” dentro de él
asomaban en mi walkman.
No vaya a pensar que alguna
premonición de su muerte los colocó allí
mágicamente la noche anterior.

La verdad es que su poesía,
más que una costumbre,
es una necesidad para nosotros
los paralíticos del odio,
para nosotros, los que amamos.

Y es que hoy me sucedieron tantas cosas:
Mientras me levantaba
dando gracias a Dios por vivir,
usted seguramente le daba gracias por morir.
Sí, por morir.
Y estoy feliz porque ha muerto
un hombre que sufría en la enfermedad,
pero le lloro al hombre que conocí
por sus grandes poemas.

Nunca lo traté Don Jaime,
pero encontré en sus primeros poemas
la misma añoranza que siento ahora por Chiapas,
la misma nostalgia con la que esa tierra bendita
nos bautizó antes de abandonarla,
mucho antes de empezar a recordarla
en lugares tan distantes y tan lejanos
como el féretro en el que usted
se encuentra ahora descansando.

También encontré en su poesía
las palabras del hombre venido
a la ciudad para sufrir un poco,
el hablar de las mujeres que
lavan desnudas en los ríos,
la queja del amante abandonado,
la paciencia del hijo que ha extrañado,
el amor y la mujer que llegan,
y todos aquellos que ya se han marchado.

Para muchos, usted murió
a las once de la mañana de hoy,
pero yo he estado platicando
con usted todo el día.

Sí, Don Jaime,
porque estuve con la poesía de sus libros,
estuve sufriendo un poco del amor
y el desamor que usted vivió hace
tantos años,
porque yo aún no nacía
cuando usted amaba y escribía,
yo aún no nacía cuando usted
ya extrañaba a Chiapas,
cuando sentía esas ganas
de regresar a nuestra tierra caminando,
de tirar la ciudad a un lado del camino,
y recoger tan sólo sus amores
y uno que otro de sus gatos.

Don Jaime:

He de confesarle que me alegro
de no haber leído aún todos sus libros.

Es la verdad.

No he leído todos sus poemas.

A usted, paisano, bien recuerdo
que lo descubrí lejos de Chiapas
lo encontré en una esquina,
lo descubrí en una calle,
una tarde en la que andaba
por el centro de esta ciudad,
como siempre, vagando.

Alguien vendía uno de sus libros.

Confieso que compré el libro
sin abrirlo, sin leerlo.

Lo compré porque decía en la contraportada
que usted había nacido en Tuxtla.

Y yo por esos días andaba falto de paisanos.

3.

Le decía Don Jaime, que poco lo he leído.

(Creo que dos o tres de sus libros).

Pero escuché su voz en Ciudad Universitaria,
-aquella tarde de lluvia-
y tengo en las manos el cassette de sus poemas
que me diera un mi hermano.

Algún día leeré todos sus libros,
pero espero nunca terminarlos.

Abriré sus libros para escucharlo,
y el recuerdo de su voz me irá contando
los poemas, como los abuelos
cuentan a los nietos los cuentos de espantos.
Usted estará allí, a mi lado.
Estará con la vista perdida en la ventana,
fumándose un cigarro.

Porque usted no ha muerto Don Jaime.

Morir es una mentira grande
que inventamos los hombres
para no vernos a diario.

(Aunque sí existe la muerte).

Y usted la conoce Don Jaime,
y no hace falta que me la presente
-ay, señorita blanca y popusa
ya la conoceré en su momento.

Don Jaime, usted se ha ido con la muerte grande,
con la más flaca y más huesuda.

Pero la verdadera muerte es la pequeña.

Es la muerte que nos sucede poco a poco
o que definitivamente no nos deja.
Es la que algunos llaman el olvido.

Y usted Don Jaime,
no va a bailar con ésa.
La muerte pequeña nos visita
cuando se acaba el recuerdo,
cuando el muerto no tiene quien le suspire,
cuando la muerte grande se lleva a todos
los que le recuerdan.

Y usted no se nos olvidará Don Jaime,
la muerte grande no tendrá tiempo
para cargar con todos los tantos
que le recordamos.

Quizá con el tiempo
su cara se nos haga borrosa en la memoria,
o su voz se torne distante y diferente.

Pero nos quedan sus palabras.

Y las palabras no se entierran en la tumba,
se entierran en el alma, en el beso,
en la caricia, en la mujer;
en el corazón de las horas del día.

Allí se siembran.

4.

Ya voy a acostarme Don Jaime.

Mañana, seguramente los especialistas
de su poesía -y de la poesía-
estarán recordándolo,
le harán homenajes bárbaros,
su foto aparecerá en los diarios,
y no habrá librero que no exhiba
todos los libros de usted
para venderlos como se venden los canarios.

Porque sus libros son cantos.

Por mí no se preocupe Don Jaime,
lo escucharé como siempre,
con la misma atención con la que escucho
al paisano.

Leeré poco a poco sus libros,
muy despacio, saboreándolos,
como quien se come la última fruta del año.

Leeré puntualmente sus poemas
como el enfermo que toma su medicina
contando todos los días de su calendario.

Porque usted no ha muerto.

Sólo se encuentra tomando un descanso.

Ya voy a acostarme Don Jaime,
y no haga caso si estoy llorando.

Es el humo.

Si no quiere que le llore,
apague su cigarro.

19 de marzo del 99.

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